El paisaje de Los Alcázares está en los pinceles de Manuel Gómez Balsalobre. Sus lienzos han sido un espejo de las playas del Mar Menor, del puerto alcazareño, de sus pescadores, de la luz única de esta orilla. Su pueblo natal quiere rendirle tributo entregándole el próximo 13 de octubre el premio Al Kazar, el máximo galardón que entrega el municipio. Ese mismo día, jueves próximo, Los Alcázares cumple 33 años como municipio independiente.
La Comisión del Premio Al Kazar -extramunicipal- ha querido reconocer este año el valor de su artista local, el pintor Manuel Gömez Balsalobre, que lleva varias décadas creando paisajes y marinas, bodegones y escenas rurales, todas ellas con el sello inconfundible de la luz alcazareña.
En una casa de ladrillo de 1892, a los riñones de la iglesia de la Asunción, una puerta de madera con lustroso verde se entreabre para dejar volar la cola de una cortina de hilo claro, todo un reducto en medio de la voraz conversión de los pueblos pescadores en impersonales bloques de hormigón y aluminio. Manuel se resiste al zarpazo de la fealdad más grosera: "Me lo quisieron comprar, pero no quiero verlo transformado, y además es parte de mi vida. No puedo estar sin pisarlo un solo día".
En su interior pisas sobre suelos hidráulicos de rosetones geométricos en matizados rosas y grises cenicientos, que el pintor ha reproducido con fidelidad fotográfica en algunos lienzos. La serenidad de paños de bolillo y mantones de flecos la encuentras en una esquina, colgando de su perchero. Arcones de madera con cerámicas familiares y teteras de plata frotada te buscan la mirada tanto en la estancia como en los lienzos. "Compro cosas para pintarlas, pero también hago bodegones con objetos familiares. La composición es algo instintivo", cuenta Manuel, que ha encontrado melodías hasta en un trastero con bártulos arrumbados entre aerosoles y cartones.
Disfruta en cada estación del año de las posibilidades que ofrece la piel de los membrillos y la forma de los higos de pala: "Los compro y los fotografío para pintarlos, pero no me gusta pintar naranjas", explica el pintor de la premura de imágenes que le esperan para cobrar realidad en su sala escrupulosamente ordenada de bosques de pinceles y tubos dormidos. Hasta los pegotes de pintura se ordenan como un escuadrón sobre la madera. Solo necesita esa luz que entra por su ventana enrejada y el murmullo de la radio, para aislarse a un mundo de rincones idílicos con quinqués y enagüas almidonadas.
"Antes me iba a pintar casas de campo. Es una maravilla pintar al aire libre. Aún conservo mi caballete de campo, pero después empecé a hacer bodegones", recuerda de toda una vida de pinceles: "No recuerdo cómo empecé. Siempre he dibujado y, de pequeño, con los cuatro duros que me daba mi madre para el cine, me iba a la librería Galindo a comprarme colores. He aprendido solo".
Tiempos color tierra, de calles sin asfaltar y caras conocidas: "Mi madre salía a la tienda y se dejaba la puerta entornada", describe una época que ni con óleo mágico volverá a aparecer. Años en que los niños tenían que trabajar y dar clases nocturnas con un maestro comprensivo. Así empezó a fumar Manuel: "Como tenía que volver a casa -nació junto a la base de hidroaviones- en bicicleta de noche y me daba miedo, me encendía un cigarro para que creyeran que era mayor y no me hicieran nada".
Solo de su empeño se fue haciendo el artista de exposiciones, museos y colecciones privadas, mientras cumplía los 44 años de trabajo que acumuló en el aeropuerto de San Javier, primero de conductor, después como bombero. La quietud sin tiempo de su estudio le ayuda a ver la vida en "blanco con un toque de amarillo limón, que no puede haber más luz que eso". Hace tiempo que sabe que "la diferencia de un cuadro está en la calidad, pero también en el corazón", por eso no tiene intención de parar: "Trato de ir aún más allá, a mi edad. ¿A donde? No lo sé aún".
