INMACULADA BARRANCO. En mis noches de insomnio, mientras estaba en la cámara de aislamiento del hospital porque padecía cáncer de médula ósea, conseguía dormirme imaginando recetas en las que mezclaba ingredientes que hiciesen más ricas las sobrasadas que elaboro en mi fábrica.
Hay quienes encuentran en el humor el coraje para afrontar el dolor. Este tipo de humor es sagrado, respetuoso y no pierde de vista el sufrimiento propio ni el ajeno. Y desde el humor y el respeto, José Pardo Gutiérrez, Dolores de Pacheco, de 51 años y carnicero de profesión, se enfrenta desde hace dos a un tipo de cáncer de médula ósea, denominado síndrome mielodisplásico con exceso de blastos. Y lo hace con su arma personal: el humor.
Desde el humor, comparte con amigos y familiares decenas de anécdotas vividas durante los meses en que estuvo ingresado en la burbuja hospitalaria, en plena Navidad y pandemia del COVID-19, mientras se enfrentaba al dolor, la soledad y la quimioterapia.
Hay días que cambian nuestro destino. Como el día en que José Pardo, copropietario, junto a sus hermanos, Marisol, Antonio y Silvestre, de la empresa familiar Cárnicas y Elaborados El Moreno, fue diagnosticado de cáncer de médula.
Ahí cambió su vida, y la de su familia, y dio comienzo una maratón vital de evaluaciones, tratamientos, quimioterapia y búsqueda de un donante de médula ósea que le agarrase de nuevo a la vida.
José cuenta que: “Desde que me lo detectaron en el año 2020, procuro llevarlo con humor. Esta enfermedad es muy dura, tanto para quienes la padecemos como para las personas que nos acompañan. El humor ha sido mi manera de afrontar la enfermedad y lo comparto así por si a alguien le sirve y alivia mi experiencia”.
Esta historia comienza con un análisis rutinario en el que a usted le dijeron que estaba con las defensas bajas: ¡Pero si solo tenía colesterol!
La doctora le pidió a mi madre, Pepita, que me avisara de que ya estaban los resultados de un análisis, en el que me revisaron el colesterol, y quería hablar conmigo.
Me explicó que tenía las defensas bajas y me preguntó si me notaba cansado o me habían salido morados. Le contesté que me encontraba bien y que no tenía ningún síntoma de los que ella me hablaba.
Me dijo que le hablara de mi trabajo y le conté que echo doce o catorce horas diarias porque el negocio es mío, y me siento bien, como siempre. Quiso saber también en qué consistía mi trabajo y le expliqué que era carnicero y hacía de todo en mi fábrica, desde el despiece, pasando por la formulación, hasta la fabricación de los embutidos; junto a mis ayudantes, mezclamos las carnes, el tocino y el magro, con especias naturales como la pimienta, pimentón, canela, ajo, cilantro, cebolla, etc.
Después, peso las dosis de la materia prima y, en sus respectivos porcentajes, los meto en la amasadora con los condimentos y especias. De ahí a la embutidora. Trabajamos con tripas naturales: cordero, caballo, buey, cerdo… y no usamos productos que sean nocivos para la salud. Esto es lo mismo que vengo haciendo desde que tenía 12 años y me encuentro bien, doctora.
Ella, a la vista de los resultados, repitió el análisis y, a partir de ahí, comenzaron a hacerme pruebas hasta que dieron con lo que tenía: Cáncer de médula y necesitaba un trasplante.
La verdad ante el espejo
No me lo creía. Me encontraba estupendamente. Mi mujer, Chari, se quedó en shock y se le vino el mundo encima. Mis hijos, destrozados.
Yo no daba crédito y pensaba que esto a mí no me estaba pasando.
Desde siempre me miro en el espejo y lo tomo como si fuera una terapia de la risa. Me doy ánimos, hago el tonto o me felicito, por ejemplo, cuando nacieron mis hijos. Incluso me doy caña. Una vez, recuerdo que estaba con gripe y fiebre y me encontraba muy mal. Me miré en el espejo, hinché el pecho y me dije riendo: ¡Pero de qué vas tú! ¡Qué dices, que de qué estás malo! ¡chacho, que eres empresario, ponte las pilas y a la fábrica!
Así que, como esa semana estuve muy rayado, me fui hacia el espejo con mi batalla mental contra el diagnóstico: ¡Pero si yo no me noto nada! ¡Pero si no tengo ni un síntoma, ni agotamiento ni morados en la piel! ¡Que esto no me está pasando a mí! ¡Déjate de tonterías! Y me dio por fortalecerme y andar más que nunca.
Y mientras yo seguía con mi lucha interior y poniéndome fuerte, mis hermanos, Antonio y Silvestre, y mis hijos, José y Antonio Javier, ya se estaban haciendo las pruebas de compatibilidad para la donación de médula. Éramos dos mundos paralelos y por fin tomé conciencia de mi realidad, dejé de luchar conmigo mismo y acepté lo que me ocurría.
Le dije a mi doctora que me ponía en sus manos y me explicó el proceso: hay que entrar en la fundación José Carreras para ver si hay algún donante compatible por si tus hermanos e hijos no lo fueran. Me explica también que he de pasar un tiempo en una burbuja y que llevaré sesiones de quimioterapia y tratamiento.
Agujas y otros objetos punzantes: el tamaño sí importa
Pues mi primer pinchazo en la columna, a pesar de lo que dolió, me dejó también una anécdota graciosa. Fue en el Hospital General Universitario Los Arcos del Mar Menor, cuando me tienen que hacer el primer pinchazo en la columna para llegar a un diagnóstico sobre mi enfermedad. En consulta se presentan una enfermera y la doctora que ha de realizar la punción. Me tumban boca abajo y me pinchan mientras aguanto ahí el tirón. Saca la aguja y me dice que tiene que volver a pincharme otra vez porque no ha dado con el hueso. Pincha y pincha otra vez y otra. Nada. Pincha de nuevo y nada.
Aunque me hacía el duro, a esas alturas comencé a sudar del dolor y la enfermera me secaba la cara.
La doctora, apurada al ver que no podía hacer la punción, me dijo que no daba con el hueso y yo, claro, soy carnicero y sé de lo que va la cosa de pinchar y de que tengo huesos como todo el mundo, pero ¿dónde estará el puñetero hueso que me busca y que no hay manera de encontrar?
Ante el aprieto, la doctora llamó a otra doctora y esta al llegar le preguntó: ¿Con qué aguja le has pinchado? Se la enseñó y le dijo: No, esa no, tráete la aguja del almacén.
Intenté ver la aguja que no valía y a pesar de que le puse empeño no lo conseguí. Y mientras ellas van al almacén, mi imaginación carnicera se pone en marcha y repasa una a una todas las herramientas punzantes y afiladas con las que yo trabajo, y doy fe de que algunas dan mucho miedo.
Y ahí estoy, boca abajo, sudando a mares y sin ver nada; preguntándome cómo será mi hueso y cómo será el pedazo de aguja que tan bien guardada tienen en el almacén.
Me pinchan con la aguja nueva y nada. Así hasta cuatro veces. Yo estaba cada vez más blanco, mareado, con sudores. La enfermera, que no sabía qué decir, cogió un trozo más grande del rollo de papel para empapar mi cara. A todo esto, mi mente estaba aterrada imaginando agujas enormes, punzantes, espantosas. Entonces, la doctora se rindió y me dijo que lo dejaba porque esto era ya una carnicería inhumana. Yo le insistí porque en ese momento ya me daba igual un pinchazo más que menos, pero la doctora me dijo que no porque, éticamente, ya no podía continuar. He de decir que, tanto las doctoras como la enfermera, fueron muy amables conmigo.
Pero a pesar de todo el dolor, el miedo y la angustia, en ese momento, ya lo único que me interesaba era saber qué tipo de aguja trajeron del almacén porque a esas alturas mi cabeza estaba llena de herramientas y objetos punzantes horribles. Así que les pedí que antes de irnos me enseñaran la aguja. ¡Una aguja de un palmo! ¡Un palmo de aguja! Y, aunque descubrí la capacidad de aguantar el dolor, lo que también descubrí fue la imaginación tan grande que tengo.
Al final, me enviaron al Hospital Morales Meseguer y me la hicieron en el esternón. Y quedó mi diagnóstico confirmado.
Entre naranjos y limoneros y la vieja cueva de champiñones del Cabezo Gordo
Los tres primeros meses me dieron una quimio leve y me pinchaban en la barriga. Era como un entrenamiento para lo que se avecinaba. Las sesiones las llevé bien, un poco cansado, pero bien. Y como quería comprarle un coche a mi hijo José por si me moría, aproveché las salidas de la quimio y que estaba bien e hice varios viajes de ida y vuelta a Huelva, Madrid y Talavera de la Reina donde, por fin, hicimos el trato.
Por entonces seguí manteniéndome en forma porque me advirtieron de que perdería la masa muscular. Esto es muy importante porque a lo largo de todo el tratamiento te debilitas mucho y si entras en buen estado físico se soporta mejor.
Recuerdo el último paseo que di antes de entrar en la cámara de aislamiento: caminéde Dolores de Pacheco al Cabezo Gordo, entre naranjos, limoneros y huertos. Al llegar, nos dirigimos a una de las cuevas que lo atraviesa y en la que antiguamente se plantaban champiñones. Seguimos caminando y subimos al pico más alto. Desde allíse puede ver el Mar Menor y el Campo de Cartagena. Las vistas al atardecer son preciosas.
La vida en una burbuja, trasplante de médula y berberechos con limón y pimienta
Ingresé en la víspera de Nochebuena, en plena crisis del COVID-19 y estuve solo el primer mes.
Estaba tranquilo por el negocio porque sabía que mi hermanos estaban al pie del cañón, cada uno en su tarea. Antonio iba a estar ahí junto con el equipo de trabajadores. Mi hermano Silvestre, además, al ser el donante, era el enlace entre la burbuja y el exterior. Marisol, mi hermana, se encargaba del papeleo de la empresa y del hospital. Mi cuñada María y el resto de mis sobrinos estaban ahí y apoyándome. Sentía que mi madre y toda mi familia eran mi gran apoyo.
En este tiempo me dan una semana de quimio muy agresiva y me preparan para el trasplante, mientras a mi hermano Silvestre le extrajeron la médula en el Centro de Hemodonación de Murcia. La congelaron para, días después, intervenirme.
Durante la operación había un olor muy fuerte y no pude evitar pensar en comida. El olor que había me recordaba a los berberechos y yo soñaba con comerme unos buenos berberechos con su limón y con su pimienta.
Me rapo
En esos días, comienzo a ver que en la almohada hay mucho pelo. Me lo toco con la mano, cojo un mechón y me quedo con él en la mano. Y, ante el espejo, cuando me vi así me dije: me rapo.
Esa imagen del pelo a rodales me afectaba y quise poner remedio lo antes posible. Hablé con las enfermeras y pregunté si tenían una maquinilla.Sí tenían. Pero, como ellas nunca la habían usado con un paciente, me ofrecí de cobaya.
Chari y mil formas de comer sobrasada
El protocolo de entonces no permitía acompañante. Pero el segundo mes tuvo que venir mi mujer porque yo estaba sin fuerzas. No me tenía de pie. No podía ni ir al aseo.
El día que llegó Chari para mí fue un subidón de adrenalina bestial. Es mi ángel de la guarda. Yo era consciente de lo que suponía que ella entrase a acompañarme, no solo por estar conmigo, sino a lo que venía. Fue un cambio radical en su vida. Conociéndola y sabiendo cómo es, porque ella es muy sensible, sacó una fuerza que me sorprendió . Yo estaba cada vez peor y ella estaba ahí. Me dijo que llevaba peor estar en casa sin atenderme y viéndome por videoconferencia. No concibo mi vida sin Chari.
Las personas que llevamos estos tratamientos nos quedamos inmunodeprimidas, sin defensas; por eso hemos de estar en cámaras de aislamiento. Solo un par de luminarias, por las que apenas ves el exterior; un circuito de aire especial; y nada de sin visitas, para evitar infecciones.
Empecé a desvelarme por las noches y aunque me querían dar Lexatin ya tomaba tantas pastillas que no quería ni una más. Para combatir el insomnio empecé a pensar en comida y especialmente en nuevas recetas y formas de comer la sobrasada: imaginaba una baguette entera abierta en dos, a una cara le ponía la sobrasada y a la otra el queso curado con orégano, y luego la metía en el horno. Lo imaginaba fundido, el pan crujiente tostado, y al sacarla le ponía almendra picada.
Otra noche, por ejemplo, pensaba en un pan redondo de campo, lo abría y lo untaba de sobrasada con varios huevos de codorniz para que se frieran encima. Otra noche, imaginé una chapata abierta untada de sobrasada y justo al sacarla del horno le echaba unas tiras de miel por encima. Y así muchas noches y muchas formas de comer la sobrasada.
Un pastel de carne en los calzoncillos
Después de quitarme el líquido, empieza la dieta blanda: arroz blanco. ¡Eso se lo echa mi hermana Marisol a los pollos en el campo! ¿Puede ser jamón york? Y entonces enrollaba ese arroz blanco en el jamón para que yo no lo viera.
Solo comía arroz blanco y jamón york, jamón y arroz.
Por entonces mi hermano Silvestre recogía mi ropa interior para lavarla y me la devolvía con pasteles de carne envueltos en los calzoncillos.
¡Tó calvo, tó hinchao de la cortisona y yo, comiendo pastel de carne!
Historia del pájaro: burbuja, letargo y resurrección
Recuerdo que, estando dentro de la burbuja y, ya una vez realizado el trasplante e infusionada la quimio, tuve una experiencia a la que llamo ‘El pajarico.’
Pasaban las semanas y cuando iba por la tercera yo miraba el pajarico y el pajarico estaba muerto. Apagado, fuera de cobertura.
Vamos, que no levantaba cabeza. Listo de papeles. Al principio pensaba que esto era normal. Al fin y al cabo, me acababan de hacer un trasplante de médula; llevaba un tratamiento muy fuerte y además la quimioterapia.
Me encontraba fatal y, aunque esto queda en un segundo plano, a medida que pasaban las semanas aumentaba mi reconcome. ¡Ostras con el pájaro!, pensaba, este pájaro no despega, no da vuelo. No levanta la cabeza. ¡Esto pinta pero que muy mal!, me decía a mí mismo, y mi cabeza de vez en cuando se ponía con el tole tole del pajarico. Y con esta preocupación pasaron casi tres meses.
Cada día pasaba una doctora a revisarme, por cierto, una gran profesional, seria y a la que admiro por su eficiencia y el resultado de mi salud. Y, claro, me inspiraba tanto respeto que yo no sabía cómo plantearle el tema y contarle que mi pájaro ni volaba, ni piaba, ni levantaba el pico.
Así que una noche le dije a Chari que al día siguiente le preguntara a la doctora.
—José, ¡por Dios! —me dijo escandalizada. Ni se te ocurra. Ni se te ocurra preguntarle eso a la doctora. ¡Anda que no hay asuntos más importantes que comentarle! Por favor, te pido que no lo hagas.
Y le dije que, aunque tenía razón, para mí, el pájaro era el pájaro y este tío sin el pájaro ni es pájaro, ni tío, ni ná.
A la mañana siguiente mi mujer me advirtió de nuevo. Llegó la hora de la exploración y charlamos un poco. Y ya, cuando se iba la doctora miré a mi mujer de reojo. Ella se sobresaltó, le dio un subidón y le cambió la cara y, como es de piel muy blanca, se puso muy, muy roja, avergonzada, porque ya sabía que yo iba a lo mío
Doctora, llevo tres meses en esta burbuja y el pájaro no pía.
—¿El pájaro? ¿Qué pájaro? —me preguntó extrañada.
Y yo, gesticulando y señalando con la mirada, le indiqué que ‘ese pájaro’.
La doctora empezó a reírse y me dijo:
—A ver, José, ¿cómo quiere que el pájaro vuele si lleva cinco bombas inyectando medicamentos en su cuerpo? Mire, a partir de la semana que viene, comenzaremos a reducir la medicación y ya verá como, poco a poco, irá recuperándose.
Y así fue. Me quitaron una bomba y redujeron el tratamiento. Y yo miraba al pajarico y ni piaba ni volaba. Mecachis en la mar, que esto no va bienen, psaba. Pasaron los días, me quitaron otra bomba, otra y otra y nada. ¿Cómo le digo otra vez a la doctora que esto no vuela? Así que cuando me quedaba la última bomba por desconectar busqué un plan B.
Llamé a mi mujer y le dije: Chari, enséñame el tirante del sujetador, el canalillo o algo.
—¿Pero es que no tienes otras cosas más importantes en las que pensar? —me sermoneó—, ¿no ves que estamos en la burbuja y puede entrar una enfermera en cualquier momento?
Y yo le rogué que, por favor, me enseñara aunque fuera el tirante del sujetador, el lunarcico, un poco de carne, pues era muy importante para mí saber si ya piaba.
Así que, pudorosa, se acercó a mí y despacio, muy despacio, apartó la blusa, desnudó un poquito su hombro y me enseñó el tirante del sujetador.
¡Y el pájaro voló!
Despacito
Poco antes del alta definitiva, vino un enfermero y me dijo que me tenía que meter un bastón por el pene. ¡Madre de Dios, lo que me viene a tocar este!
Me siento, pongo el culo en el filo del sillón, me abro de piernas y él saca el bastón y dice: “Tú quieto, que yo te lo voy a meter muy despacio”.
Yo cada vez me iba más atrás en el sillón. “No te muevas, tranquilo que te lo meto muy despacio” y yo….. cada vez más para atrás. Y ya pegado, pegado, atrás en el respaldo,.... ¡me lo metió!
Esta es una anécdota con la que me río mucho. Recuerdo con gran respeto a este sanitario que, a pesar de mi resistencia, tuvo una paciencia infinita y me lo puso muy fácil.
Los amigos y la familia: un puntal y tres hurras por la tecnología
Después de tres meses y medio en la burbuja me dieron un mes en planta y ahí ya podía ir a casa los fines de semana. La primera alta domiciliaria me la dieron el 25 de marzo de 2021 y regresé al día siguiente. El alta final fue el 14 de abril de 2021.
Mi familia y amigos han sido importantísimos para mí. Los días y, sobre todo, las tardes se hacen eternas y poder hacer videoconferencias me han hecho las horas más llevaderas.
Mientras en casa de mi madre comían, mis hijos y mi hermano Silvestre (a quien por ser el donante ahora llamo papá), hacíamos una videollamada. Por las tardes, conectábamos con el resto de sobrinos, cuñadas, cuñados y me sentía arropado. Incluso al anochecer, hacíamos una videoconferencia entre todos y rezábamos el rosario. Muchos se dormían pero ¡qué gusto verlos!
Estar rodeado de quienes te quieren es fundamental en estos casos. Les doy las gracias aún. Todos los días.
Esta experiencia me ha dado una fuerza mental que yo no tenía.
Porque, siendo realistas, sea cual sea el desenlace, los amigos y la familia son quienes te darán la paz.